jueves, 24 de septiembre de 2009

El reloj de la niñez

Me acostumbraron a madrugar desde que tenía seis años. De mi boca no salía una protesta cuando me despertaban en medio de tinieblas para ir al colegio. Pero levantarme antes que el sol en los días consagrados al ocio era una pesadilla.

El horror empezaba los domingos cuando mi verdugo entraba en acción. El mismo despertador rojo que me acompañaba de lunes a viernes se convertía en mi peor enemigo todos los fines de semana. Odiaba ese sonido ronco que, como campana de iglesia, me estremecía cada cinco o diez minutos. Sólo podía silenciarlo después de tres o cuatro manotazos.

A las cinco y media de la mañana tenía los ojos abiertos. Me aferraba a la almohada y disfrutaba cada segundo como si fuera el último. Daba vueltas y me enrollaba en las cobijas tratando de recuperar el sueño perdido, pero un grito llegaba hasta la puerta y rompía el silencio: “Lina María, nos va a coger la tarde. Levántese que usted se demora mucho en el baño”. Era mi mamá, y como prefería evitar un recital de cantaleta, me resignaba a mi destino. Abandonaba la cama caliente y exponía mi cuerpo al agua de las seis, la más fría de todo el día.

Aún tiritando, escogía la ropa que iba a usar. No era tan complicado. Se reducía a la típica pinta dominguera: camisetas coloridas de manga corta, jeans anchos y unos tenis viejitos, de esos que aguantan cualquier terreno. La indumentaria se completaba con el saco más caliente y suave que encontrara en el armario.

Antes de las ocho estaba acomodada en la silla de atrás de la camioneta roja de mi padrino. Siempre me sentaba al lado de la ventanilla. Me gustaba ver cómo los árboles, las montañas, las vacas y los camiones pasaban frente a mis ojos como una película acelerada. La otra ventanilla era para mi prima Beatriz. Ella también se distraía disfrutando el paisaje. En la mitad de las dos iba mi mamá, sus hombros y piernas servían de almohada cuando mi prima o yo queríamos empatar el sueño interrumpido. Adelante, mis padrinos hablaban de sus asuntos, esas cosas que sólo entiende un par de esposos.

En quince minutos de recorrido la ciudad empezaba a desaparecer. El color gris de las calles y de los edificios se ocultaba detrás del verde de las montañas, y el olor pesado de las avenidas era absorbido por los copos de neblina que flotaban en la carretera.

Cada kilómetro lo acompañábamos con las letras de los artistas favoritos de mi padrino. Cuando se acababa el casete de Olimpo Cárdenas seguía el de Lucho Bermúdez o el del Caballero Gaucho. En un solo viaje podíamos cantar tres veces la Copa rota o esa del Tétrico hospital que siempre me ha parecido tan triste. Todos los intérpretes me gustaban, pero sentía especial admiración por Julio Jaramillo. Mi prima y yo siempre acompañábamos al ecuatoriano en los coros. Todavía me parece escucharlo:

Te esperaré, sé que me quieres,
y yo seré tú adoración,
en mi recuerdo grabado estará
tu nombre, toda la vida,
te esperaré y serás mi gran amor.

Las historias de amor y desamor le daban más colorido al paisaje. El nostálgico punteo de las guitarras me hacía sentir que las montañas del Norte de Antioquia eran más altas y más frías. Aunque conocía cada palmo del camino, nunca dejé de verlo, olerlo y oírlo: Solla, con su fetidez a de fábrica de alimentos para animales; Comfama de Girardota, el parque con sus encorvados toboganes; y el mirador de las cometas, subiendo al Alto de Matasanos, con sus pájaros humanos.

El primer desayuno era en el Alto de Matasanos. Las tripas empezaban su huelga unos quince minutos antes de llegar a la casa campesina de ventanas y puertas azules, que albergaba en su cocina, según mi padrino, la mejor morcilla de Antioquia. Los adultos se quedaban en la mesa esperando que sirvieran los platos y las niñas buscábamos los columpios que había en el patio. El movimiento pendular de las hamacas metálicas me mostraba siempre las mismas imágenes: en el punto más bajo veía tejas de barro y en el más alto veía una Virgen blanca trepada en la cima de una montaña. Cuando el mesero pasaba con el chocolate, las arepas y la morcilla, el juego concluía.

Con el estómago satisfecho continuábamos el viaje. Unos metros adelante aparecían los camiones, como todos los domingos, majestuosos e impecables. Todos recibían las caricias que sus dueños les daban con estopas y chorros de agua. Los hombres, sin nada más que una pantaloneta, sacaban los tapetes, limpiaban las llantas y brillaban las ventanas de los carros que, por los suaves cuidados, parecían sus hijos. Mi padrino siempre encontraba un conocido dentro del grupo de camioneros. Cuando no estaba el Enchonchado, estaba Bertulfo o el Cuadro. No importaba quién fuera el personaje, el saludo siempre era el mismo: dos o tres pitazos mientas la camioneta se orillaba.

Después de una breve conversación sobre cargas y carreteras, el motor se encendía. No se hacían más pausas hasta que llegábamos a nuestro destino final, que se encontraba a unos cuantos kilómetros del peaje El Pandequeso. La entrada quedaba a un costado de la carretera que lleva a Santa Rosa, a Yarumal, a Caucasia y, para los que van más lejos, a la Costa Atlántica. Anclado al borde de una quebrada estaba el letrero de bienvenida: “Don Matías…”. El pueblo de mis padres y de mis abuelos, mi patria chica. Estaba tan acostumbrada a esos paseos de domingo que nunca supe cuándo fue la primera vez que pisé sus caminos.

La entrada del pueblo estaba custodiada por casas pequeñas y coloridas. Esa calle era plana y en la esquina empataba con otra muy empinada que descolgaba en el parque. El carro bajaba la velocidad para poder identificar los rostros de familiares y de amigos. Siempre llegábamos a las diez o diez y media de la mañana. A esa hora el parque tenía muchos transeúntes: los que venían de las veredas, los niños que hacían los mandados, las señoras que salían de misa y los señores que se tomaban el primer tinto de la mañana.

La iglesia, a pesar de que ya la conocía, siempre capturó mi atención. Era el edificio más imponente del parque. Sus torres grises parecían desafiar la altura de las montañas, y las fachadas de las casas vecinas perdían su brillo detrás de los acabados góticos que desentonaban con el ambiente campesino. Grande y firme, el templo de Dios no sólo se imponía en el pueblo, también lo hacía en la vida y en la voluntad de sus habitantes.

Después de darle varias vueltas al parque, mi padrino encontraba un espacio para parquear la camioneta. El recorrido por el pueblo continuaba a pie. El sol, casi siempre, estaba encaramado en las montañas, pero sus rayos no lograban contrarrestar el aire frío que se concentraba en las calles. A esa hora de la mañana, el saco y la bufanda se convertían en prendas indispensables.

A unos cuantos pasos del parque aparecía la casa de los abuelos. La puerta era de madera gruesa y bien tallada y las ventanas verdes conservaban en los barrotes los mismos calados. No hacía falta estar adentro para respirar ese ambiente familiar que seguramente sintió mi mamá cuando apenas era una niña. Desde la acera se veía un corredor amplio rodeado por un patio lleno de flores. La variedad de especies daba a la casa un color encendido y un olor dulzón, y los nombres parecían sacados de una novela de amor: novios, nomeolvides, azucenas, lirios. El piso de baldosa se asemejaba a un tablero de ajedrez con cuadros rojos y verdes, pero en éste las únicas fichas que ocupaban su lugar eran cuatro torres de madera que, distribuidas en el corredor, sostenían el techo de tejas de barro.

De la casa, lo que más me llamaba la atención eran las habitaciones. En total sumaban cuatro pero daba la sensación de ser solo una. No sé cuántas veces le pregunté a mi mamá por qué podía estar al mismo tiempo en todas las piezas: “Es porque están en galería”, respuesta que nunca entendí. Lo que si sabíamos mis primos y yo era que las piezas en galería estaban diseñadas para jugar escondidijo, chucha y mamacita. Los mejores escondites estaban debajo de las camas o adentro de los muebles de madera que, al mismo tiempo, servían de tocadores y escaparates. Las camas parecían cubiertas por un manto de flores silvestres. La abuela pasó muchas tardes uniendo retazos de colores para darles forma a los tendidos, por eso cuando alguno de mis tíos nos descubría saltando en ellos teníamos que continuar el juego en el patio.

En la casa ya no vivían los abuelos, pero en cada rincón se sentía su presencia. La sala, la cocina y las habitaciones estaban impregnadas del humo de los Piel roja sin filtro que mi abuela encendía cuando se levantaba, de los que se fumaba antes de cada comida y de los que apagaba entre cada puntada que les daba a sus cortinas y manteles. Fue ese mismo humo el que llevó a la tumba a la mamita Raquel, el 3 de mayo de 1988. Como siempre lo pidió en sus oraciones, murió el día de la Santa Cruz.

Los corredores siempre guardaron el eco de las botas pantaneras del abuelo. Los trozos de pasto, tierra y boñiga, a pesar del paso de los años, se negaban a desprenderse de las gastadas suelas de goma. El machete también ocupaba un espacio en el solar de la casa: su hoja oxidada desafió varias veces las empinadas montañas de Donmatías. Para él y para el papito Suso fueron muchos años de trabajo en los cultivos de papa, yuca y maíz.

En medio de esos recuerdos nacieron nuestros juegos. Los más pequeños de la familia asumíamos el rol de profesores o padres, mientras que los más grandes se dedicaban a destruir con sus bromas pesadas nuestras insólitas historias. Yubanny, el mayor de los primos, disfrutaba tirando su pelota sobre las ollitas de lata y las muñecas de trapo que tanto esmero cuidábamos. Para evitar peleas entre primos, el tío Aurelio, que ocupó la casa por ser el menor de la familia Mejía, nos servía una taza de chocolate espumoso con los únicos y tradicionales pandequesos y quesitos donmatieños. Sentados en la mesa, cambiábamos las riñas infantiles por la comida caliente. A pesar de que había un comedor rectangular con ocho sillas, todos comíamos en la cocina. Sus paredes parecían un lienzo con extrañas figuras pintadas a carboncillo. En esas marcas dejadas por el humo del fogón de leña, veíamos elefantes, nubes, flores o caballos.

Mientras tanto, los mayores conversaban en la sala. Cuando hablaban de las travesuras de la niñez dejaban escapar una carcajada que atravesaba el corredor y se ahogaba en el solar. Siempre recordaban las rabias que el tío Aurelio le sacaba a la mamita Raquel. Ella le jalaba las orejas y lo llevaba casi arrastrado a la misa de nueve, y cada que despegaba los ojos del altar le daba un pescozón que le dejaba los bracitos morados. Esa anécdota nos llenaba de terror, y por eso nunca protestábamos para ir a la iglesia.

Las historias de amor de mi mamá y de mis tías también eran tema de conversación. Todos los romances de las mujeres de la casa parecían de telenovela: eran prohibidos. El malvado que se oponía a las uniones era el abuelo. La hija que conseguía novio tenía que ocultar con faldas largas y pantalones bota campana las marcas que dejaban en sus piernas las ramas de verbena. Los galanes contemplaban a sus amadas a metros de distancia y esperaban cualquier descuido del suegro para darles las últimas. Y como lo prohibido es lo que más seduce, siete de las ocho mujeres Mejía fueron llevadas al altar sin la bendición paterna.

Quince minutos antes del medio día terminaba el juego y la tertulia. A las doce era la Santa Misa, y los niños, sin derecho a decir que no, dejábamos la casa con cara de regañados. El padre Jaramillo, el mismo que bautizó, confirmó y casó a mis padres, era el que oficiaba la Eucaristía. En la cabeza no le quedaba ni un solo pelo y la cara estaba cubierta de manchas chocolatosas o de “las pecas de la vejez”, como les dice mi mamá. Lo más insoportable era la voz del cura. Las palabras se le enredaban en los dientes, y sus movimientos lentos eran un somnífero muy efectivo para los feligreses que cabeceaban en pleno sermón. Las ofrendas, las lecturas y los avisos parroquiales duplicaban la media hora que, normalmente, está destinada para la ceremonia.

De la iglesia salíamos con hambre y sin energías. A esa hora nos estaba esperando un almuerzo caliente en la casa de la tía Ligia. Para llegar subíamos por la calle Coco Jondo hasta el Puente de los Leones, cuatro felinos con melenas de cemento custodiaban la vieja construcción. Sus fauces abiertas y sus garras gruesas me hacían acelerar el paso hasta dejar atrás al resto de mis acompañantes. Al frente de la quebrada y al lado de la escuela se encontraba la casa de la melliza de mi mamá. Ella, con el delantal y el trapo de cocina en la mano, nos gritaba desde el balcón: “Casi que no llegan. Se les va a enfriar la comida”. En el comedor los platos estaban al tope. Cada ocho días cambiaba el menú: sopa de tortilla, frijoles o sancocho pero la carne de cerdo nunca faltaba. El postre lo encontrábamos en la casa de las vecinas: dos señoras solteronas que adoraban a los niños. Mi primo Hernán y yo cambiábamos los pellizcos en las mejillas y los revolcones en la cabeza por las uchuvas que ellas tenían en el solar. La fruta estaba escondida en un capullo entre amarillo y beige que destapábamos lentamente hasta descubrir una bolita naranjada brillante y húmeda. Antes de morderla le daba varías vueltas en la boca. Después le enterraba los dientes y le sacaba lentamente un jugo acidito que me hacía apretar los ojos y retorcer la boca. “Mis amores, cojan las que quieran”, decían las señoras con una sonrisa. Con el estómago lleno, nos despedíamos y cruzábamos el puente que nos separaba de la casa.

La tarde la pasábamos en el taller de confecciones de la tía Ligia: un salón grande con cinco máquinas, muchos hilos y montañas de bluyines. Nos gustaba jugar con los retazos de tela y los resortes que encontrábamos en la mesa de corte, hilachos que usábamos para fabricar vestidos, manillas y diademas. Cansados del ronroneo de los motores, salíamos a dar una vuelta al parque. Más tarde, mi mamá me buscaba para que fuéramos a visitar a sus suegros, mis abuelos.

Para llegar sólo había que seguir la quebrada desde La Playita hasta Barrio Nuevo, sector que inauguraron mis abuelos muchos años atrás. En el camino hacíamos varias pausas para saludar a las viejas amigas de mi mamá: “Esa trabajó conmigo en la fábrica de Manuel Botero. Cuado ella estaba brava con el novio me regalaba unas bolsadas de confites y de frutas que él le mandaba para alegrarle el oído”, me contaba. Así aprendí a conocer a sus profesores, a sus compañeros de trabajo y a sus compinches del colegio.

Antes de llegar a la casa veíamos a la mamita Nubia sentada en la acera. Sus ojos y sus canas tomaban un brillo especial cuando estaban cobijados por los rayos del sol. A su lado, la tía Lucía le pintaba las uñas de las manos con un esmalte rojo nacarado. Las dos parecían gatitos mimados y friolentos en busca de calor. Con todo y achaques, ella se levantaba para saludarnos: “¡Qué milagro! Entren para que se coman alguna cosita”, nos decía, a pesar de que la visitábamos cada ocho días. Al abuelo Pepe siempre lo encontrábamos revolviendo cables y tornillos en la pieza de herramientas. A sus setenta años seguía siendo el mago de la electricidad. Donmatías conoció la luz de la mano de mi abuelo. Él manejó por muchos años la primera planta de energía del pueblo, prendió las primeras bombillas en las fincas y puso a funcionar las máquinas de coser que llegaron en los años setentas. Esa fue la herencia que les dejó a sus hijos, por eso “los Martínez” eran los más afamados electricistas del municipio. Lo que ellos no podían reparar era mejor tirarlo a la basura.

Cuando el papito sentía nuestra presencia dejaba los martillos y salía con el sombrero torcido y la camisa llena de grasa y polvo. “Es que estos muchachos no saben guardar las cosas, eso es un desorden. No les vuelvo a prestar mis cositas”, alegaba entre risas. Los corredores, la cocina y las habitaciones siempre estaban llenos. De los veinte hijos de mis abuelos, catorce aún vivían con ellos. Todos, con sus barbas abundantes y sus cabezas calvas, nos saludaban y nos acompañaban hasta la mesa. Lucía, le llevaba a mi mamá un pocillo de tinto y a mí una taza de café con leche y tres galletas de soda. A esa hora no me cabía ni un grano de arroz, pero hacía un esfuerzo para encontrarle un lugarcito al algo de la tarde. Mientras mi mamá fumaba y yo comía, el tema de conversación era mi papá: “¿Chalo por qué no vino?, ¿está juicioso?, ¿ya se alivió de la úlcera?, ¿cuándo viene?”, preguntaban sus padres y hermanos.

A las seis o seis media de la tarde escuchábamos el pito de la camioneta roja. Eran mi padrino, mi tía y mi prima Beatriz que nos esperaban en la puerta. “No se vayan todavía. Le voy a empacar unas cositas a Chalito para que mañana lleve al trabajo”, nos decía la abuela. Con una bolsa llena de pandequesos o de carne en rollo, nos despedíamos de cada uno, eran tantos que nos demorábamos unos diez minutos en salir.

El carro subía hasta el parque y paraba en la esquina de “La Española”, el café más antiguo de Donmatías. Allí estaba la tía Ligia con mi primo Hernán. Los adultos se sentaban en una mesa y se tomaban el último tinto del día. Mis primos y yo nos sentábamos al lado con tres jugos de mora. Los boleros y las canciones de los años sesentas traían recuerdos de viejos romances: “Esa canción la ponía Gonzalo todos los fines de semana y se pegaba unas borracheras. ¡Qué pesar! Sufrió mucho ese año que lo eché”, contaba mi mamá cuando sonaba ese bolero que dice:

Muchas gracias viejo amor
por haberme hecho feliz
en los días que nos quisimos;
hoy que evoco tu querer
quisiera volverte a ver
y de nuevo estar contigo.

Entre sorbos, tarareos, risas y humo llegaban las nueve de la noche. Mi padrino miraba el reloj mientras llamaba al mesero: “Está muy tarde para coger carretera, y el viaje es de hora y media. Les dije que saliéramos más temprano”.

Era hora de despedirse y abandonar por ocho días mi segundo hogar.

miércoles, 2 de septiembre de 2009