jueves, 24 de septiembre de 2009

El reloj de la niñez

Me acostumbraron a madrugar desde que tenía seis años. De mi boca no salía una protesta cuando me despertaban en medio de tinieblas para ir al colegio. Pero levantarme antes que el sol en los días consagrados al ocio era una pesadilla.

El horror empezaba los domingos cuando mi verdugo entraba en acción. El mismo despertador rojo que me acompañaba de lunes a viernes se convertía en mi peor enemigo todos los fines de semana. Odiaba ese sonido ronco que, como campana de iglesia, me estremecía cada cinco o diez minutos. Sólo podía silenciarlo después de tres o cuatro manotazos.

A las cinco y media de la mañana tenía los ojos abiertos. Me aferraba a la almohada y disfrutaba cada segundo como si fuera el último. Daba vueltas y me enrollaba en las cobijas tratando de recuperar el sueño perdido, pero un grito llegaba hasta la puerta y rompía el silencio: “Lina María, nos va a coger la tarde. Levántese que usted se demora mucho en el baño”. Era mi mamá, y como prefería evitar un recital de cantaleta, me resignaba a mi destino. Abandonaba la cama caliente y exponía mi cuerpo al agua de las seis, la más fría de todo el día.

Aún tiritando, escogía la ropa que iba a usar. No era tan complicado. Se reducía a la típica pinta dominguera: camisetas coloridas de manga corta, jeans anchos y unos tenis viejitos, de esos que aguantan cualquier terreno. La indumentaria se completaba con el saco más caliente y suave que encontrara en el armario.

Antes de las ocho estaba acomodada en la silla de atrás de la camioneta roja de mi padrino. Siempre me sentaba al lado de la ventanilla. Me gustaba ver cómo los árboles, las montañas, las vacas y los camiones pasaban frente a mis ojos como una película acelerada. La otra ventanilla era para mi prima Beatriz. Ella también se distraía disfrutando el paisaje. En la mitad de las dos iba mi mamá, sus hombros y piernas servían de almohada cuando mi prima o yo queríamos empatar el sueño interrumpido. Adelante, mis padrinos hablaban de sus asuntos, esas cosas que sólo entiende un par de esposos.

En quince minutos de recorrido la ciudad empezaba a desaparecer. El color gris de las calles y de los edificios se ocultaba detrás del verde de las montañas, y el olor pesado de las avenidas era absorbido por los copos de neblina que flotaban en la carretera.

Cada kilómetro lo acompañábamos con las letras de los artistas favoritos de mi padrino. Cuando se acababa el casete de Olimpo Cárdenas seguía el de Lucho Bermúdez o el del Caballero Gaucho. En un solo viaje podíamos cantar tres veces la Copa rota o esa del Tétrico hospital que siempre me ha parecido tan triste. Todos los intérpretes me gustaban, pero sentía especial admiración por Julio Jaramillo. Mi prima y yo siempre acompañábamos al ecuatoriano en los coros. Todavía me parece escucharlo:

Te esperaré, sé que me quieres,
y yo seré tú adoración,
en mi recuerdo grabado estará
tu nombre, toda la vida,
te esperaré y serás mi gran amor.

Las historias de amor y desamor le daban más colorido al paisaje. El nostálgico punteo de las guitarras me hacía sentir que las montañas del Norte de Antioquia eran más altas y más frías. Aunque conocía cada palmo del camino, nunca dejé de verlo, olerlo y oírlo: Solla, con su fetidez a de fábrica de alimentos para animales; Comfama de Girardota, el parque con sus encorvados toboganes; y el mirador de las cometas, subiendo al Alto de Matasanos, con sus pájaros humanos.

El primer desayuno era en el Alto de Matasanos. Las tripas empezaban su huelga unos quince minutos antes de llegar a la casa campesina de ventanas y puertas azules, que albergaba en su cocina, según mi padrino, la mejor morcilla de Antioquia. Los adultos se quedaban en la mesa esperando que sirvieran los platos y las niñas buscábamos los columpios que había en el patio. El movimiento pendular de las hamacas metálicas me mostraba siempre las mismas imágenes: en el punto más bajo veía tejas de barro y en el más alto veía una Virgen blanca trepada en la cima de una montaña. Cuando el mesero pasaba con el chocolate, las arepas y la morcilla, el juego concluía.

Con el estómago satisfecho continuábamos el viaje. Unos metros adelante aparecían los camiones, como todos los domingos, majestuosos e impecables. Todos recibían las caricias que sus dueños les daban con estopas y chorros de agua. Los hombres, sin nada más que una pantaloneta, sacaban los tapetes, limpiaban las llantas y brillaban las ventanas de los carros que, por los suaves cuidados, parecían sus hijos. Mi padrino siempre encontraba un conocido dentro del grupo de camioneros. Cuando no estaba el Enchonchado, estaba Bertulfo o el Cuadro. No importaba quién fuera el personaje, el saludo siempre era el mismo: dos o tres pitazos mientas la camioneta se orillaba.

Después de una breve conversación sobre cargas y carreteras, el motor se encendía. No se hacían más pausas hasta que llegábamos a nuestro destino final, que se encontraba a unos cuantos kilómetros del peaje El Pandequeso. La entrada quedaba a un costado de la carretera que lleva a Santa Rosa, a Yarumal, a Caucasia y, para los que van más lejos, a la Costa Atlántica. Anclado al borde de una quebrada estaba el letrero de bienvenida: “Don Matías…”. El pueblo de mis padres y de mis abuelos, mi patria chica. Estaba tan acostumbrada a esos paseos de domingo que nunca supe cuándo fue la primera vez que pisé sus caminos.

La entrada del pueblo estaba custodiada por casas pequeñas y coloridas. Esa calle era plana y en la esquina empataba con otra muy empinada que descolgaba en el parque. El carro bajaba la velocidad para poder identificar los rostros de familiares y de amigos. Siempre llegábamos a las diez o diez y media de la mañana. A esa hora el parque tenía muchos transeúntes: los que venían de las veredas, los niños que hacían los mandados, las señoras que salían de misa y los señores que se tomaban el primer tinto de la mañana.

La iglesia, a pesar de que ya la conocía, siempre capturó mi atención. Era el edificio más imponente del parque. Sus torres grises parecían desafiar la altura de las montañas, y las fachadas de las casas vecinas perdían su brillo detrás de los acabados góticos que desentonaban con el ambiente campesino. Grande y firme, el templo de Dios no sólo se imponía en el pueblo, también lo hacía en la vida y en la voluntad de sus habitantes.

Después de darle varias vueltas al parque, mi padrino encontraba un espacio para parquear la camioneta. El recorrido por el pueblo continuaba a pie. El sol, casi siempre, estaba encaramado en las montañas, pero sus rayos no lograban contrarrestar el aire frío que se concentraba en las calles. A esa hora de la mañana, el saco y la bufanda se convertían en prendas indispensables.

A unos cuantos pasos del parque aparecía la casa de los abuelos. La puerta era de madera gruesa y bien tallada y las ventanas verdes conservaban en los barrotes los mismos calados. No hacía falta estar adentro para respirar ese ambiente familiar que seguramente sintió mi mamá cuando apenas era una niña. Desde la acera se veía un corredor amplio rodeado por un patio lleno de flores. La variedad de especies daba a la casa un color encendido y un olor dulzón, y los nombres parecían sacados de una novela de amor: novios, nomeolvides, azucenas, lirios. El piso de baldosa se asemejaba a un tablero de ajedrez con cuadros rojos y verdes, pero en éste las únicas fichas que ocupaban su lugar eran cuatro torres de madera que, distribuidas en el corredor, sostenían el techo de tejas de barro.

De la casa, lo que más me llamaba la atención eran las habitaciones. En total sumaban cuatro pero daba la sensación de ser solo una. No sé cuántas veces le pregunté a mi mamá por qué podía estar al mismo tiempo en todas las piezas: “Es porque están en galería”, respuesta que nunca entendí. Lo que si sabíamos mis primos y yo era que las piezas en galería estaban diseñadas para jugar escondidijo, chucha y mamacita. Los mejores escondites estaban debajo de las camas o adentro de los muebles de madera que, al mismo tiempo, servían de tocadores y escaparates. Las camas parecían cubiertas por un manto de flores silvestres. La abuela pasó muchas tardes uniendo retazos de colores para darles forma a los tendidos, por eso cuando alguno de mis tíos nos descubría saltando en ellos teníamos que continuar el juego en el patio.

En la casa ya no vivían los abuelos, pero en cada rincón se sentía su presencia. La sala, la cocina y las habitaciones estaban impregnadas del humo de los Piel roja sin filtro que mi abuela encendía cuando se levantaba, de los que se fumaba antes de cada comida y de los que apagaba entre cada puntada que les daba a sus cortinas y manteles. Fue ese mismo humo el que llevó a la tumba a la mamita Raquel, el 3 de mayo de 1988. Como siempre lo pidió en sus oraciones, murió el día de la Santa Cruz.

Los corredores siempre guardaron el eco de las botas pantaneras del abuelo. Los trozos de pasto, tierra y boñiga, a pesar del paso de los años, se negaban a desprenderse de las gastadas suelas de goma. El machete también ocupaba un espacio en el solar de la casa: su hoja oxidada desafió varias veces las empinadas montañas de Donmatías. Para él y para el papito Suso fueron muchos años de trabajo en los cultivos de papa, yuca y maíz.

En medio de esos recuerdos nacieron nuestros juegos. Los más pequeños de la familia asumíamos el rol de profesores o padres, mientras que los más grandes se dedicaban a destruir con sus bromas pesadas nuestras insólitas historias. Yubanny, el mayor de los primos, disfrutaba tirando su pelota sobre las ollitas de lata y las muñecas de trapo que tanto esmero cuidábamos. Para evitar peleas entre primos, el tío Aurelio, que ocupó la casa por ser el menor de la familia Mejía, nos servía una taza de chocolate espumoso con los únicos y tradicionales pandequesos y quesitos donmatieños. Sentados en la mesa, cambiábamos las riñas infantiles por la comida caliente. A pesar de que había un comedor rectangular con ocho sillas, todos comíamos en la cocina. Sus paredes parecían un lienzo con extrañas figuras pintadas a carboncillo. En esas marcas dejadas por el humo del fogón de leña, veíamos elefantes, nubes, flores o caballos.

Mientras tanto, los mayores conversaban en la sala. Cuando hablaban de las travesuras de la niñez dejaban escapar una carcajada que atravesaba el corredor y se ahogaba en el solar. Siempre recordaban las rabias que el tío Aurelio le sacaba a la mamita Raquel. Ella le jalaba las orejas y lo llevaba casi arrastrado a la misa de nueve, y cada que despegaba los ojos del altar le daba un pescozón que le dejaba los bracitos morados. Esa anécdota nos llenaba de terror, y por eso nunca protestábamos para ir a la iglesia.

Las historias de amor de mi mamá y de mis tías también eran tema de conversación. Todos los romances de las mujeres de la casa parecían de telenovela: eran prohibidos. El malvado que se oponía a las uniones era el abuelo. La hija que conseguía novio tenía que ocultar con faldas largas y pantalones bota campana las marcas que dejaban en sus piernas las ramas de verbena. Los galanes contemplaban a sus amadas a metros de distancia y esperaban cualquier descuido del suegro para darles las últimas. Y como lo prohibido es lo que más seduce, siete de las ocho mujeres Mejía fueron llevadas al altar sin la bendición paterna.

Quince minutos antes del medio día terminaba el juego y la tertulia. A las doce era la Santa Misa, y los niños, sin derecho a decir que no, dejábamos la casa con cara de regañados. El padre Jaramillo, el mismo que bautizó, confirmó y casó a mis padres, era el que oficiaba la Eucaristía. En la cabeza no le quedaba ni un solo pelo y la cara estaba cubierta de manchas chocolatosas o de “las pecas de la vejez”, como les dice mi mamá. Lo más insoportable era la voz del cura. Las palabras se le enredaban en los dientes, y sus movimientos lentos eran un somnífero muy efectivo para los feligreses que cabeceaban en pleno sermón. Las ofrendas, las lecturas y los avisos parroquiales duplicaban la media hora que, normalmente, está destinada para la ceremonia.

De la iglesia salíamos con hambre y sin energías. A esa hora nos estaba esperando un almuerzo caliente en la casa de la tía Ligia. Para llegar subíamos por la calle Coco Jondo hasta el Puente de los Leones, cuatro felinos con melenas de cemento custodiaban la vieja construcción. Sus fauces abiertas y sus garras gruesas me hacían acelerar el paso hasta dejar atrás al resto de mis acompañantes. Al frente de la quebrada y al lado de la escuela se encontraba la casa de la melliza de mi mamá. Ella, con el delantal y el trapo de cocina en la mano, nos gritaba desde el balcón: “Casi que no llegan. Se les va a enfriar la comida”. En el comedor los platos estaban al tope. Cada ocho días cambiaba el menú: sopa de tortilla, frijoles o sancocho pero la carne de cerdo nunca faltaba. El postre lo encontrábamos en la casa de las vecinas: dos señoras solteronas que adoraban a los niños. Mi primo Hernán y yo cambiábamos los pellizcos en las mejillas y los revolcones en la cabeza por las uchuvas que ellas tenían en el solar. La fruta estaba escondida en un capullo entre amarillo y beige que destapábamos lentamente hasta descubrir una bolita naranjada brillante y húmeda. Antes de morderla le daba varías vueltas en la boca. Después le enterraba los dientes y le sacaba lentamente un jugo acidito que me hacía apretar los ojos y retorcer la boca. “Mis amores, cojan las que quieran”, decían las señoras con una sonrisa. Con el estómago lleno, nos despedíamos y cruzábamos el puente que nos separaba de la casa.

La tarde la pasábamos en el taller de confecciones de la tía Ligia: un salón grande con cinco máquinas, muchos hilos y montañas de bluyines. Nos gustaba jugar con los retazos de tela y los resortes que encontrábamos en la mesa de corte, hilachos que usábamos para fabricar vestidos, manillas y diademas. Cansados del ronroneo de los motores, salíamos a dar una vuelta al parque. Más tarde, mi mamá me buscaba para que fuéramos a visitar a sus suegros, mis abuelos.

Para llegar sólo había que seguir la quebrada desde La Playita hasta Barrio Nuevo, sector que inauguraron mis abuelos muchos años atrás. En el camino hacíamos varias pausas para saludar a las viejas amigas de mi mamá: “Esa trabajó conmigo en la fábrica de Manuel Botero. Cuado ella estaba brava con el novio me regalaba unas bolsadas de confites y de frutas que él le mandaba para alegrarle el oído”, me contaba. Así aprendí a conocer a sus profesores, a sus compañeros de trabajo y a sus compinches del colegio.

Antes de llegar a la casa veíamos a la mamita Nubia sentada en la acera. Sus ojos y sus canas tomaban un brillo especial cuando estaban cobijados por los rayos del sol. A su lado, la tía Lucía le pintaba las uñas de las manos con un esmalte rojo nacarado. Las dos parecían gatitos mimados y friolentos en busca de calor. Con todo y achaques, ella se levantaba para saludarnos: “¡Qué milagro! Entren para que se coman alguna cosita”, nos decía, a pesar de que la visitábamos cada ocho días. Al abuelo Pepe siempre lo encontrábamos revolviendo cables y tornillos en la pieza de herramientas. A sus setenta años seguía siendo el mago de la electricidad. Donmatías conoció la luz de la mano de mi abuelo. Él manejó por muchos años la primera planta de energía del pueblo, prendió las primeras bombillas en las fincas y puso a funcionar las máquinas de coser que llegaron en los años setentas. Esa fue la herencia que les dejó a sus hijos, por eso “los Martínez” eran los más afamados electricistas del municipio. Lo que ellos no podían reparar era mejor tirarlo a la basura.

Cuando el papito sentía nuestra presencia dejaba los martillos y salía con el sombrero torcido y la camisa llena de grasa y polvo. “Es que estos muchachos no saben guardar las cosas, eso es un desorden. No les vuelvo a prestar mis cositas”, alegaba entre risas. Los corredores, la cocina y las habitaciones siempre estaban llenos. De los veinte hijos de mis abuelos, catorce aún vivían con ellos. Todos, con sus barbas abundantes y sus cabezas calvas, nos saludaban y nos acompañaban hasta la mesa. Lucía, le llevaba a mi mamá un pocillo de tinto y a mí una taza de café con leche y tres galletas de soda. A esa hora no me cabía ni un grano de arroz, pero hacía un esfuerzo para encontrarle un lugarcito al algo de la tarde. Mientras mi mamá fumaba y yo comía, el tema de conversación era mi papá: “¿Chalo por qué no vino?, ¿está juicioso?, ¿ya se alivió de la úlcera?, ¿cuándo viene?”, preguntaban sus padres y hermanos.

A las seis o seis media de la tarde escuchábamos el pito de la camioneta roja. Eran mi padrino, mi tía y mi prima Beatriz que nos esperaban en la puerta. “No se vayan todavía. Le voy a empacar unas cositas a Chalito para que mañana lleve al trabajo”, nos decía la abuela. Con una bolsa llena de pandequesos o de carne en rollo, nos despedíamos de cada uno, eran tantos que nos demorábamos unos diez minutos en salir.

El carro subía hasta el parque y paraba en la esquina de “La Española”, el café más antiguo de Donmatías. Allí estaba la tía Ligia con mi primo Hernán. Los adultos se sentaban en una mesa y se tomaban el último tinto del día. Mis primos y yo nos sentábamos al lado con tres jugos de mora. Los boleros y las canciones de los años sesentas traían recuerdos de viejos romances: “Esa canción la ponía Gonzalo todos los fines de semana y se pegaba unas borracheras. ¡Qué pesar! Sufrió mucho ese año que lo eché”, contaba mi mamá cuando sonaba ese bolero que dice:

Muchas gracias viejo amor
por haberme hecho feliz
en los días que nos quisimos;
hoy que evoco tu querer
quisiera volverte a ver
y de nuevo estar contigo.

Entre sorbos, tarareos, risas y humo llegaban las nueve de la noche. Mi padrino miraba el reloj mientras llamaba al mesero: “Está muy tarde para coger carretera, y el viaje es de hora y media. Les dije que saliéramos más temprano”.

Era hora de despedirse y abandonar por ocho días mi segundo hogar.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

jueves, 6 de agosto de 2009

Gente de moda

Luces amarillas, azules y rojas dan vueltas sobre la superficie blanca de la pasarela. Las sillas vacías que rodean el escenario cada vez son más pocas. La gente, impaciente, mira el reloj y trata de consolarse con las promesas del hombre que maneja el micrófono detrás de la tarima: “En pocos minutos podrán disfrutar del lanzamiento de la última colección”. La música electrónica y las frecuentes pruebas a la máquina de humo aumentan las expectativas y los murmullos entre los invitados. Muchos se quejan por el retraso y otros se resguardan de una lluvia menudita que les picotea la piel.

“Por fin lo que todos estábamos esperando. Abriendo este desfile nuestra modelo invitada, Paula Andrea Bentancur”, es la voz del hombre tras bambalinas. Todos los ojos y las lentes de las cámaras se dirigen a la tarima ansiosos de confirmar el anuncio. Nadie se quiere perder un detalle del evento. Los que no alcanzaron boleta se empinan detrás de las barricadas en un intento desesperado por ver a la estrella de la noche.

Los asistentes saben que la famosa reina de belleza ha pisado las pasarelas más prestigiosas del mundo; su rostro ha sido la imagen de exitosas campañas publicitarias y su cuerpo ha lucido trajes de alta costura. El asombro del público sería exagerado si estuvieran en un desfile de Colombiamoda, pero en la Feria de la Confección de Donmatías las cosas son diferentes.

Paula Andrea aparece detrás de una nube de humo y con una sonrisa saluda a los donmatieños que corean su nombre desde los balcones y el atrio de la iglesia. La lluvia y el frío persisten, pero no son una excusa para perderse el acto central de las fiestas del pueblo. En el camerino los modelos encargados de seguir con el show reciben las últimas instrucciones de los coreógrafos y de las modistas; ellos, aunque no son reconocidos en el mundo de la moda, también reciben la ovación de los espectadores.

Montero es la primera marca que pone su colección en la pasarela. En sus prendas no hay espacio para las sedas ni para el algodón. Las mujeres llevan jeans ajustados y faldas cortas, mientras que los hombres lucen pantalones anchos y camisas abiertas. Cadenas gruesas que cuelgan del cuello y de la ropa de los modelos, le dan un aire industrial y atrevido al montaje de la coreografía.

En primera fila Enrique Gil, dueño y gerente de la empresa, observa con atención cada movimiento, y por la expresión de su rostro parece satisfecho con la presentación de sus prendas. Este hombre, de voz aguda e imponente, nació en el campo, pero conoce más de hilos y de moldes que de animales y de potreros. Él, como muchos otros donmatieños, no pasó desapercibido frente a la industria textil que se instaló en Donmatías. Sus manos gruesas y toscas nunca habían pegado un botón, pero el buen olfato que siempre ha tenido para los negocios le mostró que en las confecciones estaba su futuro y el de su familia.

Al principio consiguió trabajo en una fábrica de Medellín que montó una sucursal en el pueblo. Allí, aprendió de máquinas, de jeans, de procesos de lavandería, de clientes y de telas. Cada detalle lo guardó en su cabeza y cuando todo estaba listo dio el primer paso para convertirse en un empresario independiente. En el año 1986 registró Creaciones Hega Limitada, un taller pequeño que le confeccionaba bluyines a terceros. Las cosas iban bien para Enrique y para las personas que lideraban la industria textil en el pueblo; grandes marcas colombianas y norteamericanas como Caribú, Polo, Diesel y Levi’s pusieron sus prendas en manos de las jóvenes y experimentadas operarias donmatieñas. La pequeña empresa estaba generando ganancias, pero su propietario sabía que no era suficiente.

A pocas cuadras de Creaciones Hega estaba Zafiro, la fábrica de Olga del Río, una madre divorciada que también pensaba en grande. Los intereses de estos empresarios se unieron y el año 1995 registraron su propia marca, Montero: “Nosotros siempre le habíamos confeccionado a terceros, siempre recibíamos maquila, pero teníamos una inquietud y queríamos explorar nuevas propuestas, por eso empezamos a sacar nuestros propios moldes. La cosa no fue tan complicada y decidimos meternos de lleno en nuestro propio producto”, dice Enrique.

La noticia de la salida de Montero al mercado corrió por todo el pueblo; era la primera marca que nacía en Donmatías. La empresa iba en ascenso, los buenos resultados la consolidaron y alejaron de sus finanzas la mala racha que destruyó proyectos similares. Pero el éxito no estuvo solamente en los negocios. La sociedad de Enrique y de Olga pasó a un plano personal; olvidaron los fracasos de sus primeros matrimonios y juntos construyeron una nueva familia.

Aunque los bluyines se estaban vendiendo, era necesario conseguir nuevos clientes. Los propietarios de la empresa analizaron el mercado y pensaron en los desfiles, una estrategia que puso en la cima a las marcas y a los diseñadores más reconocidas del mundo. La idea de montar uno en Donmatías parecía descabellada, pero si tenía éxito pondría a Montero en un lugar privilegiado. El coliseo del pueblo fue el escenario que acogió a las inexpertas modelos. La invitación llegó a la alcaldía, a la casa cural y a la puerta de los personajes más prestigiosos del municipio: “Eso fue todo un boom en el pueblo. Éramos los primeros en armar un desfile. La idea gustó mucho y nos fuimos especializando en ese campo. El principal objetivo era impulsar la marca y conseguir clientes”.

Con el paso de los años el desfile fue tomando fuerza y el éxito de Montero impulsó la creación de nuevas marcas. Con la aparición de Gold Rush y Kim’s se consolidó un estilo propio en Donmatías. Las tendencias que llegaban de afuera no eran las únicas que dictaban un patrón; la moda y la calidad también estaban en los productos propios.

Pero el impacto de estas empresas se sintió con más fuerza en el año 2000. Los confeccionistas y la administración municipal buscaron como pretexto las fiestas del pueblo para institucionalizar una actividad económica que se había tomado todos los rincones del municipio. “En Donmatías no existían fiestas como en todos los pueblos de Antioquia. Pensamos en armar las de la leche, pero esas las organizan en San Pedro. Entonces vimos que como nuestro fuerte eran y siguen siendo los textiles, lo mejor era tener en el municipio la Feria de la Confección y la Cultura”.


En la segunda semana de octubre, propios y visitantes disfrutan de eventos dedicados a la moda, la cultura, el deporte y la religión. Charlas del Tratado de Libre Comercio, descuentos en los almacenes, comparsas, trovas, obras de teatro y procesiones, hacen parte de la apretada agenda de la celebración. Pero el desfile es el programa que se roba todas las miradas. Cada detalle es planeado con cuidado, pues el propósito de los organizadores es dejar a todo el pueblo con la boca abierta: “Todo lo referente al desfile lo coordinan desde la alcaldía; ellos nos dicen cuánto vale la inscripción, cómo se va a montar la pasarela y a quiénes debemos invitar, pero los dueños de las marcas decidimos la música que vamos a usar y el estilo de las colecciones que vamos a presentar”.

Las modelos de talla internacional son las invitadas más consentidas de la Feria de la Confección, pues su popularidad es el gancho que los empresarios necesitan para darle categoría a su pasarela. Adriana Hurtado, Natalia Paris, Paula Andrea Betancur y Ana Sofía Henao han lucido con glamour los bluyines trazados por las manos de los diseñadores donmatieños.

Enrique y Olga, cada vez que recuerdan el día que unieron sus vidas y sus empresas, saben que eligieron el camino correcto. Para ellos han sido ocho años de trabajo y de buenos resultados. El almacén donde venden sus prendas es uno de los más visitados en el pueblo y en su fábrica se producen diariamente entre cien y ciento cincuenta bluyines. Ahora, Montero se ha transformado en un negocio familiar; la diseñadora, el publicista y el contador los tienen en la casa: “Nuestro hijos se interesaron en sacar adelante el patrimonio de la familia; ellos decidieron prepararse y compartir sus conocimientos con nosotros. Estamos muy contentos porque logramos expandir nuestro mercado. Los jeans de Montero se venden en los santanderes, en la Costa Atlántica y en Medellín, y en un futuro esperamos que conozcan nuestros productos en todo el país y en el exterior”, es el balance que hace Enrique de su empresa.

La presentación de Montero se cierra con una larga cadena de aplausos. La gente murmura y elogia lo que acaba de ver en la pasarela. Enrique mira a Olga y con un beso le agradece esa compañía sincera e incondicional.

Made in Donmatías
Es domingo y acaba de empezar la clase de pasarela para las niñas de seis a doce años. Ellas observan con atención los movimientos de su profesor. Él dibuja con el cuerpo los pasos que sus estudiantes deben repetir sobre una tarima blanca en forma de “T”. “Espero que esta vez sí me pongan atención. Vamos a repetir la coreografía con los giros básicos que les enseñé la semana pasada. Empezamos con un mí-tú, luego hacemos un sinfín y terminamos con un mí-tú abierto. Recuerden la posición del cuerpo: espalda recta, cabeza al frente y meneo de caderas”, estas son las indicaciones que Kico Moreno les da a sus alumnas.

Tatiana, Yeniffer, Alejandra y Paula llevan dos meses asistiendo a las aulas de Photo Model, la única agencia de modelaje de Donmatías. Su dueño, Sergio Madrid, es el mismo hombre que, tras bambalinas, anunció la aparición de Paula Andrea Betancur en la pasarela y preparó a las modelos que la acompañaron en el desfile central de la Feria de la Confección.

En una casa cercana al parque de Donmatías, este fotógrafo y dos de sus más cercanos compañeros instalaron una academia, un estudio fotográfico y una boutique. En la entrada, un letrero grande y luminoso resume el espíritu vanguardista del lugar. Las paredes parecen un mosaico lleno de fotografía, donde los rostros inmortalizados de las modelos reciben a los visitantes con una sonrisa o una pose sensual. Las vitrinas exhiben camisetas escotadas y vestidos vaporosos que parecen más apropiados para un pueblo soleado. Gafas grandes, pulseras anchas y collares largos también ocupan un espacio en el mostrador dispuesto en la entrada. En la habitación más grande de la agencia adecuaron el estudio fotográfico, un lugar lleno de cámaras, sillas, sombreros y luces. En lo que alguna vez fue el patio de una vieja casa campesina, está la pasarela donde Kico les confía a sus alumnas los secretos para alcanzar la fama en el limitado mundo del modelaje. Las niñas repiten los giros mientras se miran en los espejos que cubren las paredes.



Hace veinte años Sergio no se habría imaginado que podía ser el dueño de una academia de modelos. Aquel niño que creció en la Frisolera, una vereda lejana de Donmatías, nunca supo de textiles ni de accesorios. Llegó al casco urbano del municipio cuando apenas tenía dos años. Allí, encontró un ambiente muy distinto al que respiró en el campo: “En la vereda hice la primaria. Cuando teníamos que comprar algo salíamos a Barbosa, pues el pueblo nos quedaba más retirado. Después nos instalamos en Donmatías y allá hice el bachillerato. Recuerdo que cuando terminaban las clases del medio día, me topaba con un montón de gente que salía de las fábricas a almorzar; eso me parecía muy raro”.

El asombro duró poco tiempo. Sergio se acopló sin problemas al ritmo acelerado que las confecciones le imponían al pueblo. Su primer acercamiento con la moda lo tuvo antes de graduarse. Las clases de química y de física las combinaba con cursos de modistería y en poco tiempo aprendió de figurines y de telas. Con el cartón de bachiller en la mano llegó la incertidumbre del futuro. Lo único que tenía claro era que no quería cargar bluyines o lavar platos en Estados Unidos, opciones que eligieron muchos de sus amigos. “Quería estudiar pero mi familia era de bajos recursos y no me podían pagar una carrera universitaria. Me presenté a Comunicación Social en la Universidad de Antioquia, pero no pasé. Entonces empecé a trabar y estudiar Contaduría en Medellín. Por cosas del destino la fotografía llegó a mi vida. Un día me dieron un volante en la calle que promocionaba unos talleres, averigüé y me inscribí. Empecé a estudiar las dos cosas al mismo y cuando terminé el curso me retiré de Contaduría”.

Sergio vio en la fotografía la oportunidad de crear su propio negocio. Regresó a Donmatías con una cámara y en compañía de Fredy, su amigo de infancia, abrió un estudio fotográfico. “Registramos Photo Model en septiembre del año 1999. Hicimos la inversión y empezamos a tomar fotos en un local muy chiquito. A la gente le gustó el trabajo y empezamos a crecer poco a poco”.

Las cámaras de Photo Model nunca persiguieron los matrimonios o las primeras comuniones de los donmatieños; sus lentes se especializaron en capturar la belleza de las modelos. Esta habilidad no pasó desapercibida frente a los ojos de los confeccionistas, quienes reconocieron el talento de los jóvenes fotógrafos y decidieron confiarles sus colecciones. “Empezamos a empaparnos del mundo de la moda. Desarrollamos nuestros propios conceptos y asesoramos a los dueños de las marcas para que se luzcan en sus desfiles. Nosotros nos encargamos de hacer los montajes y de preparar a las niñas que van a participar en el evento central de la Feria de la Confección”.

Pero la intervención de Photo Model va más allá de la organización de un desfile. Ellos se concentraron en la creación de un semillero de modelos profesionales. Los jóvenes que se inscriben en su academia reciben clases de glamour, etiqueta, pasarela y fotografía. “Vimos mucho potencial en las niñas del pueblo. Sabemos que todas no van a ser las súper modelos, pero con las cosas que les enseñamos van a aprender a moverse en público y a vestirse bien. Lo que queremos es tener un top model muy exclusivo en Donmatías, pues estamos formando talentos capaces de participar en cualquier pasarela de Medellín y porque no del mundo”.

La clase de pasarela de Kico Moreno termina al medio día. Tatiana, Yeniffer, Alejandra y Paula memorizaron los cinco giros básicos que su profesor les repitió hasta el cansancio. Aunque apenas son unas niñas, ellas aspiran a convertirse en modelos tan reconocidas como Paula Andrea Betancur, la misma que en octubre, en la Feria de la Confección, se llevó todas las miradas y el aplauso del público.